Con cada vez menos éxito, Woodstock ha buscado sobrevivir a lo largo de las décadas, pero siempre acaba tropezándose con la misma piedra: la imposibilidad de repetir un hito alimentado por la ficción. Lo explicamos en tres actos, a propósito de la cancelación del evento con el que pretendían celebrarse los 50 años del original.
Por Andrés Panes
1969
Millones de baby boomers estadounidenses que no fueron a Woodstock aseguran haber estado ahí. Cómo culparlos: con las increíbles historias que se cuentan sobre el festival, cualquiera sentiría deseos de experimentar semejante acontecimiento. Asimismo, generaciones posteriores han perseguido su equivalente, una gran reunión que sintetice sus ideales y el espíritu de la época que viven. En el recuerdo colectivo, la primera edición de Woodstock no solamente fue un evento musical. También es una aspiración, un anhelo. Es lo que a todos nos gustaría vivir, un instante de comunión con los pares suficientemente poderoso como para moldear nuestra percepción acerca de lo que significa ser un individuo en la sociedad.
Ahora bien, una cosa es la leyenda y otra son los hechos. En términos duros y concretos, Woodstock fue una catástrofe organizacional. Se realizó en un lugar que no estaba habilitado para albergar público en condiciones dignas ni menos para montar espectáculos de calidad. Más allá de los mitos, el romanticismo y la nostalgia, existe documentación de sobra para afirmar que dejó mucho que desear logísticamente. Hubo caos en los accesos, escasearon la comida, el agua y los servicios higiénicos, la seguridad era mínima y frágil. Para que quede claro cómo funcionan los trucos de la memoria: la aparición de Jimi Hendrix ocurrió a las nueve de la mañana del día lunes, a causa de distintos problemas horarios, cuando la mayor parte del público ya se había ido. Sin embargo, el show del guitarrista es recordado como uno de los peaks del idealizado certamen y de la década entera.
1994
Los 25 años de Woodstock fueron conmemorados con una segunda versión, en rigor el cuarto evento conocido bajo ese nombre, tras un décimo aniversario celebrado en Madison Square Garden y un vigésimo cumpleaños celebrado extraoficialmente en el sitio original. Como un guiño al primer festival, el afiche de Woodstock 94 tenía una guitarra eléctrica en el mismo lugar donde el 69 aparecía una acústica. “Dos días más de paz y música”, prometía la organización (que sumaría otro posteriormente), aludiendo a los tres ocurridos un cuarto de siglo antes. El cóctel sonoro: una mezcla de nombres imperecederos junto a otros menos longevos. Metallica, Sheryl Crow, Aerosmith, Live, Nine Inch Nails, Collective Soul, Bob Dylan, Candlebox, Primus, Spin Doctors, Red Hot Chili Peppers, Blind Melon y Green Day, entre otros.
Alrededor de 150 mil entradas fueron puestas a la venta, pero llegaron cerca de medio millón de personas, un número propiciado por lo fácil que resultaba burlar las medidas de seguridad en los ingresos. Las bandas y solistas, desde luego, fueron el punto alto de las jornadas con sus presentaciones. La magia de los Red Hot y de Green Day en Woodstock 94 forma parte de la historia de cada banda, así como la muy anunciada aparición de Bob Dylan, el gran ausente del primer festival. Sin embargo, nunca fue posible emular la apoteosis de antaño: «Musicalmente hablando, Woodstock 94 no pasará a la historia ni dará origen a un disco especialmente brillante. Casi todos los grupos se conformaron con ofrecer actuaciones correctas y, en algunos casos, rutinarias», reportó el diario español El País.
1999
Los noventa siempre miraron a los sesenta en búsqueda de inspiración. Woodstock 94 reflejó una de las fantasías de fin de siglo, volver a los orígenes de la contracultura rockera, y si bien fracasó en el intento de capturar el espíritu de aquel entonces, no fue un insulto a sus valores fundacionales como sí lo terminó siendo la versión 99 del certamen, toda una afrenta al compromiso de sus promotores con la paz. El festival en homenaje a los 25 años de Woodstock es sindicado como el momento en que los noventa murieron, algo así como un Altamont moderno, el recuerdo agrio de que las cosas nunca pueden volver a ser como antes. Su saldo: violaciones, disturbios, incendios. De música, ni hablar.
Las dos postales de Woodstock 99 son tristes y lamentablemente asociadas a bandas de rock. Está el célebre instante en el que Limp Bizkit tocó ‘Break stuff’ y Troya ardió, con una multitud enfurecida por las pésimas condiciones del evento y los prohibitivos precios del agua y la comida, además del calor insoportable del verano que rebotaba en el pavimento de la base aérea donde se realizó. No eran hippies, precisamente, sino público joven y pudiente, universitarios de fraternidades en búsqueda de carrete y sin paciencia para bancarse los chascarros de los sobrepasados organizadores. Fue la producción del show la que repartió entre el público las velas que luego serían usadas para quemar el lugar al ritmo de ‘Fire’ de los Red Hot Chili Peppers, un homenaje a Jimi Hendrix que fue malinterpretado por la audiencia más airada como una invitación a desquitarse por los malos ratos.