Alice in Chains
Facelift
Cierta tradición establece que dirigir la mirada hacia el pasado no es recomendable, que es una acción carente de utilidad en el mundo de hoy, abocado totalmente a una manera particular de progreso que sólo obedece a una proyección futura, desdeñando el presente y, por supuesto, todo tiempo pretérito. Dicen que es una pérdida de tiempo y una afrenta a los que desean vivir mejor, porque la sociedad es mucho más adelantada a lo que era años atrás.
No obstante, hurgar en el recuerdo si es esencial. Sobre todo para entender algunos instantes de la línea de tiempo, o sólo rememorar aquellos espacios luminosos que es de interés de todos, hayamos estado ahí o no. En la música, no sólo es común, si no que necesario atender todo ello, pues ahí están las lecciones para la gente que se sumerge en esto que es el rock. Y “Facelift” no es solamente un punto en el calendario, más aún considerando que dos de sus cuatro vértices elaboradores ya no están con nosotros. Al contrario.
“Facelift” fue el primer conato discográfico de los entrañables Alice In Chains, uno de los componentes del llamado “póker de ases del grunge” (los otros, de cajón, son Nirvana, Pearl Jam y Soundgarden). Un documento vívido, casi en carne propia y desgarrador. Una característica algo sorpresiva en un debut, pero que reviste de una honestidad tal que hace imposible cualquier asomo de escepticismo.
Al cuarteto de Seattle le tomó alrededor de cinco meses transformar sus vivencias de niñez y juventud, su indiferencia, desgano y –al mismo tiempo- angustia que despierta esta experiencia llamada vida en doce grandes canciones, donde no hay cabida para el morbo, sólo contemplar y recibir ese cúmulo de historias que es “Facelift”.
En las calles desde el mes de agosto de 1990, el opus musicalmente bebe en forma directa de la escuela forjada por Tony Iommi en Black Sabbath, con punzantes y oscuros riffs que se apoderan de cada track, cortesía de Jerry Cantrell, que además de mostrarse como un aventajado alumno en las seis cuerdas, se instala como un prolífico compositor, al encargarse de la mayoría de las letras, entregando escalofriantes y sentidos textos, como ‘We Die Young’ y ‘Sunshine’, esta última pensada en su madre, que falleció en 1987.
Como una sólida cofradía, los créditos no son exclusivos del guitarrista. Ahí está la base establecida por Mike Starr y Sean Kinney en bajo y batería, quienes proporcionan a Cantrell de un cimiento que le permite desplegar sus crecientes pergaminos (‘Put You Down’, ‘Man In The box’). Y estaba, por supuesto, la voz.
La música de Alice In Chains jamás hubiera sonado tan oscura y poderosa, ni los textos de Cantrell se verían tan tortuosos ni cercanos, si no fuera por la irrupción de Layne Staley al mando del micrófono. El vocalista personificaba cada nota, cada sílaba de sus compañeros de banda, en un registro único e inconfundible. ‘I Can’t Remember’, ‘Confusion’ y las enormes ‘Bleed The Freak’ y ‘Love, Hate, Love’ son testimonies únicos de una voz dotada y entrenada para el dolor, pues las verdades que expelía cada track era también la verdad de Staley, conjugando una sinceridad y crudeza difíciles de evitar y emular.
El primer elepé de Alice In Chains fue una introducción al sombrío mundo de una agrupación que puede catalogarse con todo derecho como una de las más influyentes de las últimas dos décadas. Una impronta que pasó a leyenda, desafortunadamente, con el deceso de su vocalista en abril de 2002 y el del bajista Mike Starr años después. Una pérdida irreparable, pero que deja a los que estamos vivos un refulgente tesoro, para que sea admirado una y otra vez.
Jean Parraguez
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