Syd Barrett
Barrett
Tan pronto como Syd Barrett salió de Pink Floyd se generaron grandes incertidumbres sobre la continuidad de la banda sin su principal compositor y sobre una posible carrera solista del vocalista, considerando los problemas mentales que lo aquejaban. Con el tiempo, ambas interrogantes se disiparon, pues la banda llegó a convertirse en una de las más grandes de la historia, y el que parecía ser otro de los mártires del rock tenía aún destellos por entregar, como demostraron sus dos álbumes en solitario. Endiosado por muchos y menospreciado por otros, Syd Barrett es una figura clave en el desarrollo del rock, y aunque Pink Floyd haya logrado la gloria y la inmortalización sin él, el frontman fue la piedra angular de un proceso que dio vida al llamado “rock psicodélico”, un género posteriormente seguido por un sinfín de artistas, y que permitió el posterior desarrollo y estrellato de sus compañeros de banda.
Recientemente fue relanzado y remasterizado su segundo y último álbum, “Barrett”, que apareciera inicialmente en 1970, pocos meses después de su debut, “The Madcap Laughs”. Incluyendo los mismos bonus tracks que la edición de 1993, “Barrett”es un disco que deja en claro que a pesar de su locura, Syd seguía siendo un músico talentoso, innovador y honesto, plasmando aquí uno de sus últimos suspiros artísticos.
En términos generales, “Barrett” es un álbum más cohesivo y ordenado que su antecesor, con unidad en torno a un formato pop que se debe en gran parte a la notoria intervención de David Gilmour y Rick Wright, pilares fundamentales en el desarrollo de este proyecto. Las 12 canciones muestran a un gran artista acercándose a su ocaso, pero que en ningún momento pierde la fuerza o la belleza de su obra. Es el epílogo de una de las tantas historias tristes del rock.
La puerta de entrada al Syd Barrett de noviembre de 1970 es ‘Baby Lemonade’. Su introducción, una mezcla de melancolía y blues, muestra que no sólo era un buen compositor, sino también un gran guitarrista. La música, cercana al pop de “The Piper at the Gates of Dawn” se complementa con letras, oscuras y distantes, que dejan entrever el extraño momento por el que pasaba el compositor. La sencillez de ‘Love Song’ evoca imágenes bucólicas y casi infantiles, con una ingenuidad jamás perdida, impresa en una canción perfectamente estructurada.
La dulce monotonía de ‘Dominoes’ es una de las piezas más evocadoras e inquietantes del álbum. Una progresión de acordes que se repite incesantemente, los característicos toques de Rick Wright, la inconfundible tranquilidad en la voz de Barrett y la cinta invertida de una grabación de guitarra se complementan para dar vida a una pieza inmortal, cautivadora, oculta, que no se deja entender totalmente. Por otra parte, mientras ‘It is Obvious” se desarrolla en torno a una melodía y estructura simples, ‘Rats’ muestra una faceta que raya en la incoherencia e impredictibilidad, con los músicos intentando desesperadamente seguir a un vocalista sin control de la métrica, forma, ritmo o lírica.
El blues circense de ‘Maisie’ contrasta con ‘Gigolo Aunt’, una de las canciones mejor logradas de la placa. De hecho, fue una de los pocos temas registrados con la banda tocando en conjunto, sin trabajar independientemente del cantante. Dicha realización queda manifiesta en una estructura digerible, fácil de seguir y que suena justamente como eso, una banda.
‘Waving my arms in the air’ y ‘I Never Lied to You’ son una especie de petición de ayuda de un Barrett acongojado. Sus letras (abiertas a múltiples interpretaciones) parecen ser un abierto reflejo del estado del otrora frontman y de sus vivencias una vez fuera de Pink Floyd, siendo no más que un agente externo. Hacia el cierre del álbum, ‘Wined and Dined’ goza de una tonalidad mucho más luminosa, pop y romántica, en tanto que ‘Wolfpack’ es desorden y caos sin fin. ‘Effervescing Elephant’ y su tuba vuelven al comicismo circense: son el reflejo de un estado lisérgico, con un título y una melodía que irradian psicodelia en un Strawberry Fields Forever propio, dando término a una carrera explosiva, tan intensa como efímera.
Los siete bonus tracks restantes muestran versiones minimalistas de algunos temas de la placa, una visión más desnuda de Barrett, sólo con su guitarra y voz. Son un reflejo de que a pesar de la magia del estudio y de la ayuda recibida, el cerebro detrás de toda la creación no es otro que él. Con desafinaciones y errores incluidos, son el registro de las últimas chispas de una llama que se consumía rápidamente.
Aunque la “calidad” musical o interpretativa de “Barrett” dé lugar a debate, es un disco que retrata fielmente un momento crucial en la trayectoria de uno de los músicos más influyentes de su época: el ocaso. Poco tiempo después, el cantautor volvería a su natal Cambridge, retirándose del ojo público y llevando una vida silenciosa hasta su muerte en 2006. Su carrera es una historia trágica, con un final conmovedoramente abrupto, y aunque la palabra “genio” es manoseada cada día, no cabe duda que Syd Barrett pertenece a otra categoría, a la de un selecto grupo de artistas cuyas contribuciones determinan el rumbo de su arte. En ocasiones su obra es dispersa, poco digerible y hasta incomprensible, pues claro, su talento no se hace aparente al auditor descuidado, y ciertamente no es el tipo de música para escuchar en tu reproductor en un viaje en metro. Es un gusto que se adquiere y aprecia en una escucha silenciosa, atenta y contemplativa, abriendo la percepción en la inocencia de dejarse sorprender.
En tres años de carrera con Pink Floyd y dos discos solistas, Syd Barrett fue capaz de hacer lo que otros no logran en una vida: influir a músicos y a millones de personas alrededor del mundo, manteniéndose vigente por décadas. Su carrera y legado son hoy una referencia obligada para cualquier conocedor de la historia del rock. Fue un diamante, loco, sin duda, que no alcanzó a pulirse demasiado, pero que generó un brillo tan intenso que cuarenta años después sigue encandilando.
Álvaro Rojas
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