Un día de 1983, haciendo zapping por el dial de las radios FM, me quedé perplejo cuando escuché el matador riff inicial de “Bark at the Moon”. Esa guitarra crujiente que desembocaba en un monumental solo de Jake E. Lee que te dejaba sin aliento, sumado a los “aullidos” de Ozzy que se te metían como una infección en el cerebro, bastaron para caer rendido de rodillas ante una explosión de éxtasis musical nunca antes experimentada por un muchacho que sólo se empinaba por sobre los 12 años de vida. Un poco antes, había descubierto el Heavy Metal como género musical con el clásico cover de Slade “Cum’ and Feel the Noize” interpretado por Quiet Riot. Pero lo de Ozzy fue como una aparición religiosa, esa sensación indescriptible de “vi la luz que quiero que ilumine el sendero por el cual transite mi vida”.
Y con la devoción que siempre acompaña a un impacto de esta envergadura, me volqué a conocer toda la obra previa del maestro (literal y filosóficamente hablando, ya que estaba en una etapa de aprendizaje en todos los sentidos). Así, me empapé de la oscuridad de lo que pude conseguir de Sabbath (recuerden que por aquellos años no teníamos ni Internet, ni revistas especializadas), hasta que cayó en mis manos el vinilo de “Blizzard”. Ya desde la portada misma, con esa demoníaca imagen de Ozzy, este álbum era una invitación a cruzar a una nueva dimensión de la cual nunca más podrías regresar, era recorrer un camino sin retorno (llevo 20 años transitándolo), y donde tu vida nunca más volvería a ser la misma. Era un nuevo punto de partida, un baustismo metálico.
Era cosa de poner la aguja en el surco del vinilo, esperar unos interminables segundos con sonidos de “papas fritas” hasta que el aplastante riff inicial de ‘I Don't Know’ se dejaba caer sobre tu humanidad. La consistencia y el peso específico de esa guitarra daban inicio a un viaje de éxtasis catártico sin necesidad de introducir nada tóxico en tu organismo, sólo era cosa de escuchar con atención hasta el más mínimo detalle sin sacarle los ojos de encima a esa imagen inquietante de Ozzy tirado en el piso con la cruz. Para mí, “Blizzard of Ozz” era el nacimiento de un nuevo y cautivante estilo musical. Para Ozzy, “Blizzard” era el renacimiento de su carrera artística.
Luego de una década gloriosa con Black Sabbath, el “madman” había sido expulsado de la banda y se encontraba totalmente en bancarrota y sumido en el alcohol y las drogas. Sólo una persona apostó por su carrera como solista: Su eterna compañera Sharon, que por entonces todavía no tenía el apellido Osbourne. La chica había aprendido todas las triquiñuelas del negocio viendo trabajar a su padre (que era manager de Black Sabbath), e impulsó a Ozzy a armar una nueva banda. Fue ahí cuando apareció el brazo derecho de Ozzy para su triunfal regreso a la gloria: se trataba del talento innato del blondo guitarrista Randy Rhoads, quien llevó el virtuoso sonido de la guitarra rock instaurado por Eddie Van Halen al siguiente nivel, aplicándole una vibración mucho más metálica.
Con el joven Randy a su lado, Ozzy grabó, en el lapso de un mes, el que quizás sea uno de los dos discos más importantes de su carrera (el otro debiera ser “Paranoid” de Black Sabbath). “Blizzard” venía plagado de temas que se convirtieron en clásicos instantáneos en la carrera de Ozzy, cortes que hasta el día de hoy son números fijos en los playlist de los shows del príncipe de las tinieblas: la citada ‘I Don’t Know’, la festiva ‘Crazy Train’, la sensible ‘Goodbye to Romance’, la marcial ‘Suicide Solution’ y la oscura ‘Mr. Crowley’, todos auténticos himnos no sólo de Ozzy, sino del metal en general. Pero los demás tracks de la placa no escatimaban en calidad, así la delicadeza de Rhoads en ‘Dee’ resultaba maravillosa, como también son imprescindibles, ‘Revelation (Mother Earth)’ y ‘Steal Away (The Night)’ que en vivo eran matadoras. Junto a Ozzy y Randy, también participaron de esta placa el gran bajista Bob Daisley, el compacto baterista Lee Kerslake y el legendario tecladista Don Airey. Junto a ellos, como ingeniero, estaba el gran Max Norman, que años después se convertiría en uno de los productores de Heavy Metal más afamados del mundo.
Cuando “Blizzard” pisó las tiendas de discos, su éxito fue casi instantáneo, ya que los fans que no conocían a Ozzy, llegaron ávidos de ver en acción al artista que le había arrancado la cabeza a una paloma con los dientes al momento de firmar su contrato con CBS unos meses atrás. Así, incluso antes de su debut solista, el mito y la leyenda ya eran más grandes que el artista. Por algo Ozzy es considerado el “padre del Heavy Metal”, porque él, junto a Black Sabbath, abrieron los caminos fundacionales del metal, para luego Ozzy en su carrera solista, pavimentarlos sólidamente hasta el día de hoy.
Han pasado, desde entonces, más de 35 años y el Heavy Metal como género musical y expresión cultural, sigue sólido como el granito y nunca se irá del lado de nuestras vidas. Algunos grandes se han ido (como el propio Randy Rhoads que falleció a los 25 años en un trágico accidente de avioneta durante el tour de “Diary of a Madman”, o la más reciente e inexplicable muerte de Dimebag Darrell), pero su legado continuará impertérrito, generación tras generación y discos de la factura monumental como “Blizzard of Ozz” siempre serán un testimonio indeleble de que está música, que más allá de ser un producto que uno va a una tienda y lo compra, es un alimento espiritual para los que tenemos el alma negra.
Cristián Pavez
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