Baroness
Stone

Cuando analizamos “Gold & Grey” en el 2019 advertimos el giro de tuerca en el sonido de Baroness. Si ese quinto larga duración significaba la metamorfosis del combo liderado por John Dyer Baizley, ¿podemos decir entonces que “Stone” es la nueva forma final de ese período de cambio? Siendo justos, el combo norteamericano nunca ha sido muy estático si hablamos de estilos. Precisamente es la mezcla entre el sludge progresivo de sus primeros discos y las trazas de shoegaze y experimentación que se escuchan en sus recientes publicaciones lo que atrae tanta atención a los pasos que puedan tomar. Ahí también se encuentra parte de la magia de Baroness, descubrir en sus surcos lo que se mantiene y lo que avanza.
Lo primero que hay que decir sobre este sexto registro es que mantiene la misma alineación que su predecesor, algo que, curiosamente, no es común en la historia de la banda. El baterista Sebastián Thomson, el bajista Nick Jost, la guitarrista Gina Gleason y el vocalista/guitarrista John Dyer Baizley se convirtieron en una cofradía tan fuerte como una roca, siguiendo la sugerencia del título, una sinergia que se puede sentir en cada uno de los 10 cortes que componen este trabajo. Sin siquiera poner play, ya encontramos la primera diferencia con “Gold & Grey”, que tenía 17 canciones con varias pasadas instrumentales de corta duración, pero que, escuchándolo con mayor detención, no hacían otra cosa que abultar un disco que se entendería perfectamente sin ellos. Volviendo a “Stone”, ‘Embers’ se plantea como un buen inicio en clave acústica, siempre con un sabor floydiano que permite apreciar de manera inmediata las armonías vocales de Gleason y Baizley, uno de los activos más importantes de esta formación y que, al contrario de lo que pasaba en el anterior, su corta duración no la convierte en una mera transición descartable.
Antes de seguir, hay que recalcar que la mejor manera de analizar “Stone” es hacerlo según el orden que plantea la banda. Aunque bien podríamos juntar algunos conceptos que revolotean por el disco, el orden del tracklist es una propuesta en sí mismo. ‘Last Word’ arremete de inmediato, es un single innato y una de las que debería perdurar como caballo de batalla de este ciclo. Si nos adueñamos de la metáfora, es un equino sonoro robusto que cabalga hacia el infinito con un riff macizo, un coro que se queda palpitando en el oído y un solo maravillosamente improvisado de Gleason que da justo en el clavo, todas sus marcas registradas en un poco más de seis minutos.
Inmediatamente después aparecen ‘Beneath The Rose’ y ‘Choir’, que conservan estos patrones clásicos de Baroness en términos instrumentales, pero con la distinción de un bajo muy presente de Nick Jost, ingrediente fundamental para mantener el pulso tenso que reina en ambas intervenciones, y líneas melódicas guiadas por el spoken-word de Baizley en los versos. Entre medio, aparece la voz rasgada de Baizley tejiendo hilos hacia sus primeras producciones, lo que denota un constante tira y afloja entre el pasado y el presente. La única crítica es que el mencionado spoken-word hace que este tramo se vuelva un tanto rugoso, ya que son dos canciones con el mismo recurso vocal y quizá hubiese sido óptima que una de ellas figurara más adelante en la secuencia. Por su parte, ‘The Dirge’ emerge desde las sombras como un aliciente para tanta locura, otra pieza acústica que reboza en armonías, pero que se queda muy corta porque podría haber tenido el vuelo de primas como ‘I’do Anything’ o ‘Tourniquet’ en el anterior, que sí tienen un desarrollo más prominente y se terminan convirtiendo en gemas. Además, quedamos con las ganas de haber escuchado más de ese órgano que Gleason adquirió como herencia de un familiar fallecido. Compositivamente, es una canción perfecta y cumple a cabalidad su función como separador entre un lado A y uno B en lo que sería la escucha en vinilo o casete y que cierra aún mejor el círculo si consideramos el comienzo con ‘Embers’. En todo caso, esta idea se entiende igual de bien en el streaming y en el CD.
La segunda parte del disco es bastante sólida, de hecho, no sería descabellado pensar que incluso más que la primera. ‘Anodyne’ y ‘Shine’ vuelven a mostrarnos a Baroness en todo su esplendor, pasan a ser una perfecta definición de diccionario del grupo, porque tienen la mixtura entre la agresividad de los riffs y la benevolencia melódica. ‘Magnolia’ es una de las que ha suscitado mayor atención y se entiende el motivo. Sobrepasando los siete minutos y medio de duración, logra ser uno de los tracks más relevantes gracias al aporte de Gina Gleason, columna vertebral desde el inicio acústico en el que su voz despliega una vulnerabilidad sobrecogedora. Su guitarra acústica llena el ambiente de solemnidad hasta que Sebastián Thomson interrumpe todo con un golpe seco de la batería y nos lleva por el carril de un fornido sludge progresivo, repleto de figuras complejas y cambios de ritmo sorpresivos.
Podría haber sido un espectacular cierre, pero nos regalan ‘Under The Wheel’, que se dibuja entre las punzantes cuatro cuerdas de Nick Jost y la voz más rasgada que le hemos escuchado a John Dyer Baizley en años, sin lugar a duda una de sus mejores interpretaciones vocales en esta pasada. Todo acaba con ‘Bloom’, otra materialización de la búsqueda de Baizley por elaborar ese tan añorado “disco de la cabaña” que muchas agrupaciones se permiten en algún punto de su carrera. Además, es otro punto alto para el tándem Gleason-Baizley, un factor con el que volvemos a insistir porque es un pilar tan importante que se va manifestando de varias maneras a lo largo del viaje, a veces de manera fuerte y provocativa, mientras que en instancias como esta logra hacer florecer el desierto.
Confeccionado en un airbnb ubicado en Barryville, área en el límite de Pensilvania y Nueva York, esta sexta producción del cuarteto deja varias cosas en claro. Lo primero es que posiciona al anterior “Gold & Grey” (2019) como una transición, ya que varias de las ideas ahí expresadas de manera más altisonante, se compactan dejando un poco de lado la volatilidad. En segundo término, confirma los valores de esta formación, que si bien no se caracteriza por exponer brutalidad al modo de los primeros EPs o del “Red Album” (2007), sí le entrega estabilidad a un conjunto obligado a tener una articulación afianzada para moverse de manera cómoda por tantos estilos. En relación con ese punto aparece la tercera conclusión. No deja de llamar la atención que una banda con tanta rotación de integrantes y tan versátil estilísticamente hablando pueda alcanzar una madurez musical como lo han hecho en este largo, que no es un disco que entra a la primera escucha, sino que requiere atención porque hay mucho pasando al mismo tiempo.
El tema es que cuando logras entrar en sus dinámicas, es como encontrar la piedra filosofal, todo lo que escuchas y sientes se transforma en oro o plata. La muerte y la oscuridad en la lírica contrastan con melodías que alzan el espíritu, todo frente a esas estatuas multicolor que adornan una portada inspirada en los mausoleos del cementerio de Laurel Hill en Filadelfia y que visten colores rojos, azules, amarillos, verdes, púrpuras, dorados y grises, casi como un compendio de todo lo que han hecho. A veces uno piensa en las rocas como un ente inamovible, pero la verdad es que estas van acomodándose con los movimientos geológicos y cambian con procesos de cristalización, meteorización, erosión y sedimentación. Aun así, uno las ve fuertes, inmensas, y pasa lo mismo con Baroness, ya que nos regalan otro acierto en “Stone” (2023), justo en el año en que cumplen dos décadas desde su formación, y es hermoso ver como siguen tan estoicos, siempre avanzando en un camino lleno de colores.
Pablo Cerda
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