Herbie Hancock: el incombustible impacto futuro

Ciclo Santiago Fusión. Teatro Caupolicán, lunes 12 de noviembre de 2018.
Cuando nos enfrentamos a un concierto de un músico como Herbie Hancock, pueden existir dos alternativas: un espectáculo sin riesgo, que no se aparta de la zona de confort o un show lleno de experimentación e innovación, que sorprende en todo momento. Afortunadamente, en este caso se trata de la segunda opción: y no es de extrañar, ya que históricamente, el tecladista y compositor estadounidense se ha destacado por la búsqueda de nuevos sonidos y propuestas, velando por mantener el impacto futuro (parafraseando uno de sus discos clásicos) en la audiencia.
Jazz, funk, algo de psicodelia, con una banda inusual, como el propio Hancock la definió. Porque, evidente, el piano y los teclados, la batería y el bajo eléctrico son parte habitual de su obra, pero ¿qué pasa cuando a todo esto se suma un armonicista y un vocalista que se aleja totalmente de lo convencional? Inmediatamente genera sorpresa y curiosidad, y el anfitrión lo tenía claro: no saxophones, no trumpets, no guitars, dijo riéndose.
Sin duda, el resultado fue fenomenal: el conjunto, compuesto por el cantante Michael Mayo, el armonicista Gregoire Maret, el baterista Justin Brown (de la banda de Thundercat) y el bajista James Genus conforman lo que podría definir como uno de los mejores grupos que ha acompañado a Hancock en toda su carrera, todos virtuosos pero jamás opacándose entre ellos con delirios injustificados sobre sus aptitudes musicales.
En cuanto a Hancock, un joven de 78 años, su vitalidad sorprende; jovial en todo momento, mantiene intacta su capacidad interpretativa, siempre preciso y elocuente en el piano a veces sutil, alternando con sólidas ejecuciones en los sintetizadores, sin perder nunca la coherencia de lo que está tocando. Y este punto es importante porque fiel a la premisa de innovar, los temas presentaron variaciones sustanciales en relación a las versiones originales (no en todos los casos, pero sí en la mayoría).
Por ejemplo, Chameleon, el clásico de 1973: en la primera parte del concierto fue interpretada con una perspectiva más jazzística, mientras que al final volvieron a la obra funk que abre el disco Head Hunters. Cantaloupe Island mantuvo la idea original, pero sonó totalmente distinta (y muy interesante por cierto) con voz y armónica reemplazando a la trompeta. En cuanto a obras como Actual Proof o Come Running To Me, los músicos optaron por privilegiar la improvisación, con un público que valoró en todo instante la propuesta (con ovaciones permanentes e incluso gritos, en un Teatro Caupolicán repleto).
Dos menciones especiales, más allá de Hancock (no quiero transformarme en el fanático indulgente, los elogios sobran): Michael Mayo, un cantante excepcional, que muestra influencias de música africana y también de tipos como Al Jarreau: en un momento, interpretó un solo acompañado sólo por loops de su propia voz con standards como Alone Together o There is no Greater Love, lo que impactó a todos los presentes. Y Justin Brown, definitivamente uno de los mejores bateristas que he visto en el último tiempo, un músico en cuya ejecución proyecta tal solidez que es imposible perder la atención.
En síntesis, Herbie Hancock, un innovador permanente: podría haber optado por caminos efectistas como el Smooth Jazz pero no, el hombre (sandía) insiste en probar fórmulas e ir más allá del auto homenaje. Un viaje que se ha extendido por más de 50 años pero en el que, al parecer, aún queda mucho por recorrer y sorprender.
Emilio Garrido R.
Fotos: Juan Pablo Maralla
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