González y Los Asistentes + Raúl Zurita: Divina comedia

Sábado 20 de mayo, 2017
Sala SCD Bellavista
La sala no es muy grande pero brilla. Y huele. El aroma a vino navegado servido en la previa se cuela y su embriagante olor nos lleva de paseo al invierno sureño. La gente va llegando de a poco. Gente mayor (entre ellos, el batero de los Bric-a-Brac), otros no tanto, y hasta adolescentes con skate en mano. El silencio se rompe cuando desde el fondo del escenario, un joven pianista comienza a tocar. No es muy avezado en su performance. Los dedos no le tiemblan, pero parecen rígidos como el roble. Y tal como entró, sin previo aviso se marchó. Ni un solo aplauso.
En la sala no muy grande e iluminada, continuaba el silencio. Silencio de mentiras, ya que había cuchicheos del público que seguía llegando. De pronto, desde una escalera subterránea lateral, emergieron los músicos. Y el poeta mayor, que cultiva una barba como del antiguo testamento. Tímido, toma el micrófono. Se le sienten los años en su aspecto. Tiene un cuerpo dañado, que ha recibido los embates propinados por la vida y por él mismo. Cada uno ha dejado una huella que se incorpora a la obra poética, desde heridas que marcaron la piel hasta un trastorno neurológico que condiciona sus movimientos.
Encorvado, se lleva la mano izquierda al bolsillo para disimular el temblor que le provoca el Parkinson. Hay aplausos. Toma aire, y su voz trona, con una impronta fundante, los primeros versos: Y riéndose, nuestros captores nos decían: cántennos ahora unas cacioncitas de Víctor Jara o el Quilapayún. Y hechos pedazos, les respondíamos en los estadios chilenos: jamás cantaremos cánticos del Señor, en las malditas cárceles de Babylón.
Apenas termina, Los Asistentes comienzan con la música. De ahí en más, el rito se repite. Zura, de mirada perdida en el infinito, articula sus poemas de imaginación y emotividad desbordante con los acordes eléctricos de fondo, que no hacen otra cosa que honrar sus versos introspectivos, que son su propia historia escrita. Su verdad anterior que está oculta en el lenguaje y que es desentrañada por el poeta.
En todo momento subyace la intención de la banda para ponerse al servicio de Zurita. Lo elogian y le dan protagonismo, mantiéndose calmos, casi ambientales cuando está recitando, pero con maestría, se permiten espacios para subir los decibeles y pasar a una instrumentalidad de alto calibre, sin perder un ápice de calidad y mostrándolos muy bien afiatados. También se permiten ciertas licencias. Gonzalo Henríquez, de característico humor, presenta los temas nuevos como "se llama falta ensayo". Pero en verdad se llaman Zurita poema de amor, Ciudades de agua (con un arreglo muy potente en bajo-guitarra), Verás (de cadencia tenebrosa) y Guárdame en ti (muy oscura, con puros efectos en guitarras y teramin de fondo). Canciones muy robustas, donde el sincretismo entre el rock vanguardista de Los Asistentes con la poesía de Zurita toma un dinamismo y personalidad única. Clave fueron los invitados en esta pasada de temas nuevos: Martín Benavides en piano y Tomás Gubbins en guitarra.
Para la Trilogía de los Desiertos, el poeta toma posición. Que es la misma posición de antes, pero distinta. Ya está mucho más en sintonía con el show, no llega a ser un frontman quizás uno emérito- pero asume una actitud casi desafiante. Mira fijo al público a ratos. Mira el oficio de sus músicos. Sigue los ritmos con su pie derecho. Su voz es distinta, más fuerte, más segura. Incluso grita, mientras la música no da tregua y va in crescendo en intensidad. Acá queda la cagá, dice Henríquez, por Desiertos 3. La última canción, por lo demás, de un show acotado al material que tienen juntos. Pero igual volvieron al escenario tras un aplauso que no se extinguió, para repetir Vidrios Rotos. Si el poeta quiere, el show puede continuar. Sonriente, saludó y aplaudió el cariño que la sala no muy grande y a butacas completas le retribuía. A él y a una banda que no hace más que tributarlo con lo mejor que saben hacer.
La obra de Zurita no está solo en las páginas, sino que sucede fuera de ella. El poeta escribe textos y empuja el lenguaje -un lenguaje ya quebrado- hasta su límite. Cuando llega a ese punto sigue sobre el cuerpo y desde el cuerpo continúa en el paisaje. En el camino, aparece la banda de rock, y desafía la evolución para volver atrás, al origen de la poesía, cuando aún no se separaba del canto y la música.
César Tudela
Fotos: Loreto Valenzuela Puentes
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