Pink Floyd: Peleas y reconciliaciones
The Division Bell contiene los extremos del grupo
Independiente del bando en que uno se posicione, “The Division Bell”, así como “A Momentary Lapse of Reason”, su antecesor, funciona como un recordatorio más (tras el fracaso de sus emprendimientos en solitario) de lo mucho que David Gilmour y Roger Waters se necesitan mutuamente para potenciar sus respectivos talentos. No solamente las letras y la voz de Gilmour no alcanzan las alturas a las que llega su compañero ausente, una pérdida en cuanto a contenido y texturas, sino que el disco en general carece del nervio y la tensión aportados por Waters. A falta suya, la banda buscó la ayuda de terceros para volver a sintonizar la frecuencia que el mundo entiende como pinkfloydiana, algo perdida en su entrega previa. Trabajaron en familia: en un acto de justicia, Richard Wright volvió a ser un integrante a tiempo completo; su yerno, Guy Pratt, asumió el bajo; la novelista Polly Samson, futura esposa de Gilmour, contribuyó en la mayoría de las letras.
Desde la distancia, Roger Waters no desperdició ninguna oportunidad para criticar a sus ex camaradas. Entre lo machacada que estaba su relación humana y los problemas legales y contractuales que los enfrentaron, no había esperanzas de reconciliación entre ambas partes. Por el lado de Pink Floyd, la respuesta llegó en forma de letras muy fáciles de interpretar como dardos contra Waters. Aunque Gilmour se esmerara en descartarlo, aclarando que abordaban temáticas más universales, mucho de lo cantado en “The Division Bell” puede leerse entre líneas como un ataque al otrora líder de la banda. En Inglaterra, especialmente, los mensajes fueron recibidos con suma atención. El nombre del disco hace referencia a la campana que suena en el parlamento británico a la hora de votar, lo que para Gilmour era una metáfora sobre el momento en que hay que sacar la voz.
Comprendido como una declaración, “The Division Bell” adquiere ribetes a veces más interesantes que sus canciones, en las que hay cierta laxitud atribuible a la ausencia de Waters, con unos Pink Floyd demasiado incidentales pese a la plétora de buenas ideas presentadas a lo largo de su, probablemente excesiva, duración (66 minutos que no siempre pasan rápido). De partida, la banda establece su capacidad para funcionar sin la conducción de Waters, tal como siguieron de largo tras el término de la era Barrett o luego de la degradación de Wright. Igual de impotantes son los gestos reconciliatorios que contiene el disco, que parte con la primera colaboración de Gilmour y Wright desde 1972, ‘Cluster One’, en la que simbólicamente tocan solo los tres miembros originales. El tecladista canta, además, en uno de los mejores temas del álbum, ‘Wearing the Inside Out’, una labor que no asumía desde el 73. Había mucho que sanar en Pink Floyd, pero al menos existía conciencia de esa necesidad. De hecho, “The Endless River”, salido de las mismas sesiones de “The Division Bell”, fue un homenaje póstumo a Richard Wright, quien murió de cáncer en 2008, concebido en buena medida como una forma de darle un remate sereno a la turbulenta historia del grupo.
Andrés Panes
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